Nunca he tenido un telescopio. Siempre quise uno, pero entre una cosa y otra, la idea se fue quedando atrapada en el limbo de los "algún día". Hasta hace poco. Me lancé y me hice con uno de esos telescopios pequeños, modestos, que probablemente harían levantar una ceja a cualquier astrónomo aficionado de verdad. Un F36050, por si a alguien le dice algo. Apertura de 50 mm, oculares H20 y H6, un erector que no sé muy bien para qué sirve y un filtro lunar que me hace sentir importante.
No es el ingenio del siglo, no. Pierde el enfoque con solo respirar cerca, y si pestañeo muy fuerte se me va Júpiter. Pero, ¿sabéis qué? Es maravilloso. Porque me ha dado algo que no sabía que echaba tanto de menos: una excusa para mirar arriba. Para sentarme en la terraza, aunque solo vea la Luna tras un velo de nubes, y soñar con Saturno. Con Marte. Con qué sentiría si pudiera pisar Júpiter (bueno, flotar en sus nubes tóxicas y eléctricas, en realidad).
No he visto aún Saturno ni Marte. La Luna solo en noches turbias. Pero he sentido algo casi infantil: ese romanticismo científico de quien se asoma a un universo inmenso con los ojos bien abiertos, sin importar cuántos aumentos tenga el ocular.
Y eso, para mí, vale muchísimo más que tener el telescopio perfecto.
