Hoy me apetece hablar de esta historia.
La cultura de la falta de palabra

Recuerdo, no hace tantos años, cuando yo quedaba con algún amiguete. La cita consistía en un lugar a una hora. Podías programar el encuentro tres días antes, cuando coincidieses con él, o incluso, bendita tecnología, descolgando el teléfono fijo en casa y haciendo una llamada de dos minutos. De esas llamadas que ya no existen que mi abuelo calificaba de “Sí, no, mierda y adiós”, porque para eso servía el teléfono; para unas cuantas instrucciones claras y concisas, transmitir una nueva o fijar un punto de encuentro.
Luego, los que se iban a encontrar, acudían a la cita. Algo que no ha cambiado con el devenir de los tiempos es la gente impuntual. Tú llegabas, por ejemplo, a la boca del metro y esperabas, dependiendo de tu paciencia, diez minutos, treinta o una hora… Yo he registrado casos de hasta dos horas. Pero la palabra era la palabra, y más tarde o más temprano, tu amigo acababa apareciendo. No había marcha atrás y la palabra era sagrada.
Hoy, basta una ventolera de inapetencia diez minutos antes de la cita para enviar por cualesquiera de los servicios de mensajería electrónica instantánea un cobarde “Al final no puedo ir, vamos hablando” o un “Voy tarde, mejor nos vemos en este otro sitio a esta otra hora”. Menuda involución. ¿Esto es progreso?
La cultura de la inmediatez
La segunda plaga tecnológica que sufrimos en nuestra era es la de la inmediatez. No voy a hablar del férreo control al que pueden someterte mediante Whatsapps, Telegrams y llamadas continuas para las que debes tener una firme coartada si no atiendes al momento. Ocultarse en el retrete no es válido, pues ya es costumbre llevarse el móvil a cualquier lugar.
La inmediatez va ligada a una terrible disminución en las capacidades del ser humano para la lectura comprensiva. Me explicaré. Durante una etapa de mi vida me he dedicado al ilusionismo. Sí, a la magia, con pingües beneficios, pero también con una apasionada dedicación en cuerpo y alma.
Bien, pues. Aunque cuando yo daba mis primeros pasos en el mundo de las artes arcanas del entretenimiento y del engaño ya existían CDs, MP4, archivos de vídeo y todos los apellidos de tres o cuatro letras que queramos ponerles, yo no he experimentado mayor ilusión que abrir un libro de magia pagado con mis ahorros y leer y releer, una y otra vez, el capítulo dedicado a dominar un truco de magia (sí, ya sé que para los no profanos hay que decir juego de magia, pero a mí la palabra truco me gusta mucho y pienso que está bien empleada). Cuántas horas de felicidad y entretenimiento me han proporcionado las explicaciones y los esquemas o figuras de un buen manual de magia.
Las cosas han cambiado. Aparte de para coleccionismo, los libros ya no tienen uso. Si no encuentras un vídeo que pueda ilustrarte en menos de un minuto sobre el tema que supuestamente te interesa, el tema deja de interesarte. Pensamos que podemos sustituir un curso de mecánica de bicicletas, por ejemplo, por un vídeo de cuarenta y cinco segundos donde un tipo te explica cómo cambiar una cadena rápidamente. Y, cierto es, los hay condenadamente buenos. Y algunos vídeos son útiles. Y bastantes sirven para salir del paso.
Pero hemos perdido nuestra capacidad retentiva, la disciplina, la asimilación de conocimientos y, por qué no, la especialización en una tarea. Hoy en día pensamos que con un móvil en nuestras manos y una buena conexión a internet, somos capaces de cualquier cosa. Por los dioses, si la moda de ahora es el visionado de vídeos, uno tras otro, ¡de una duración inferior a quince segundos! Yo mismo he experimentado esa adicción en la que la mente del observador se diluye en el transcurrir fugaz del tiempo. Cuando te das cuenta han volado horas. Y probablemente también una gran cantidad de tus neuronas.
La cultura de no leer
Todo esto nos conduce a la conclusión de esta larga y, supongo que tediosa para muchos, entrada. Basta que le facilites por escrito unas breves instrucciones a cualquier persona para que desempeñe una tarea, o incluso que le cuentes algo, para que no pase de las tres primeras palabras de la primera línea.
Igual da si en la segunda línea le cuentas que el mundo se acaba, que si responde “rata blanca” a tu misiva le donas mil euros, o que le dediques el insulto más nefando. No lo va a leer.
Cualquier persona de hoy en día preferirá un intercambio de quince a treinta whatsapps para que le expliques algo antes que continuar leyendo tus instrucciones, o tu relato. Y eso, queridos míos, tampoco es progreso, ni nuevas costumbres, ni evolución… Es una atrofia de una de las herramientas que han hecho destacar al ser humano sobre todas las especies, la comunicación compleja más allá de gruñidos o llamadas al resto de congéneres.
Auguro, sin temor a equivocarme, que más pronto que tarde nuestros terminales móviles dispondrán de dos o tres botones únicamente para expresarnos rápidamente y sin mucha complejidad. Una suerte de “Sí, no, mierda y adiós” de las redes sociales que sustituya cualquier vestigio de comunicación inteligente, pero sin posibilidad de un encuentro cara a cara para hacerse entender de otra forma.
Tal vez los emoticonos sean la avanzadilla de esos tres botones.