¿Alguna vez habéis pasado por el trauma de una mudanza? Probablemente sí, y la mayoría que ha vivido este trance lo recordará con horror. A lo largo de mi vida me he mudado diecisiete veces. En diecisiete ocasiones me he visto obligado a empaquetar todas mis pertenencias, cargar con ellas y terraformizar un nuevo hogar.
Es sorprendente la cantidad de objetos que acumulamos a lo largo de nuestra vida, y más asombroso aún que únicamente les demos uso a un porcentaje muy reducido. Tal vez por este motivo ahora soy lo que se suele etiquetar como un minimalista. Soy tan consciente de lo que poseo que rebasar un cierto umbral de posesiones me provoca ansiedad y malestar.
He llegado al convencimiento de que es, no sólo posible, sino recomendable, subsistir con los recursos necesarios y no mucho más. Se alcanza una paz y una felicidad liberalizadora difícilmente explicable en la sociedad consumista actual.
Aún me queda mucho recorrido, aunque creo que voy bien encaminado hacia lo que quiero.
Por ejemplo, hace ya tiempo que me deshice de casi todos mis libros y ahora hago uso de la biblioteca o, a pesar de mi pugna con la tecnología, el libro electrónico; no reproduce la misma sensación de acunar un libro entre tus brazos ni la paz que proporciona la textura del papel impreso, pero he de reconocer que es uno de los mejores inventos de nuestra era.
Bueno, ahora debo irme a zurcir mi camiseta de lana…

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